El tema que nos ocupa “parálisis cerebral”, trae al recuerdo de uno de los miembros del grupo una experiencia vivida en sus años de infancia, mientras cursaba, lo que en aquel entonces se conocía como “educación general básica”.
Hace alrededor de treinta y cinco años, durante mi etapa en la educación primaria, compartí aula y cursos con un joven que padecía serios trastornos psicomotrices: caminaba a duras penas y, finalmente, terminó sus días postrado en una silla de ruedas, uno de sus brazos permanecía cosido al costado de su cuerpo, la cabeza ladeada no le permitía mirar de frente, la comisura de sus labios presentaba perpetuamente un hilillo de baba…
En la escuela, todos los niñ@s, y puedo decir todos porque no recuerdo ni un solo capítulo que me diera lugar a pensar de otro modo, no solo le respetábamos, sino que mostrábamos simpatía y afecto por él. Le incluíamos en nuestros juegos, le ayudábamos a trasladarse, compartíamos pupitre con él y le apoyábamos en sus tareas, reíamos y bromeábamos sin reparar en nuestras diferencias físicas.
Su edad era superior a la de cualquiera de los que allí nos encontrábamos y esto también nos servía a nosotr@s, pues, a pesar de sus dificultades él, sin ninguna duda, mostraba mayor madurez que el resto.
Compartimos curso y aula desde tercero de primaria y cada año continúo pasando de curso y de aula con el mismo grupo con el que había comenzado. Las tareas que le exigía el maestr@, evidentemente, no eran las mismas que para el resto. El leía a duras penas, aunque cuando lo hacía a viva voz, para toda el aula, tod@s escuchábamos y poníamos un poco de empeño y voluntad por vencer a aquellas malditas letras que se le amontonaban en la garganta ahogando su voz.
Pasaba sus horas dibujando concentradamente, o esforzándose por imitar las grafías en el cuadernillo de dos rayas. Nunca le vi esbozar una mueca de hastío o rencor; más bien, su risa descontrolada y poderosa es hoy, en el recuerdo, la imagen que aún perdura en mi mente.
Yo continué mi periplo estudiantil en otros centros y otras aulas; él siguió en el aula que albergaba a los que cursaban séptimo curso.
Se me antoja que lo que vivimos en aquel colegio, la relación que se estableció entre el mismo y el “discapacitado”, la forma en que fue incluido y tenido en cuenta dentro del grupo, el modo en que se suplieron las deficiencias de recursos técnicos y de material…, bien podría servir de ejemplo a la hora de pensar en el modelo de lo que ha de ser una escuela inclusiva.
Al cabo del tiempo, terminando yo mis estudios de bachiller, un día, tan especial como cualquier otro, las campanas de la iglesia tocaron a duelo. Más tarde me enteré que lo hacían por Luis… había decidido dejar de leer y escribir.